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martes, 11 de agosto de 2015

Mis compañeros de este viaje.



Dicen que si no puedes viajar eches tu tiempo en la lectura. Y aquí estoy yo de vacaciones en una aldea inhabitada, instalada sobre una alfombra mágica de 1,35x2 metros que junto a la ventana de mi habitación me permite recorrer todos los paraísos existentes fuera de este mío particular y único. Una manera de viajar, en el tiempo y en el espacio, vertiginosa que me lleva de los páramos de Yorkshire a resolver un crimen en las calles de Azaría, un pueblo pacense imaginario, pasando sin tránsito aparente del aprendizaje de una niña que empieza a leer a la inocencia de Guille, el personaje de Alejandro Palomas que nunca habla de su madre. Una forma única de experimentar pasiones y venganzas, odios y amores desesperados sin necesidad de moverme de encima de mi alfombra. Viajar de cualquier forma, sin arreglar y en pijama, con una taza de café en la mano y fumando un cigarrillo si lo hiciera, sin equipaje. Huir. Huir del miedo y de la soledad, de la inseguridad y del futuro. Escapar buscando esperanza en otras vidas que se hacen reales en las letras y las palabras que expresan otros, los autores noveles o consagrados, bendecidos por la capacidad inagotable para hacernos soñar y elevar el vuelo sólo con sus palabras.
Pero, en realidad, no voy sola en esta aventura. Me acompaña Lola que cuida mi vigilia. Mi fiel y excepcional Lola (que tiene tanto de gata, como de humana) que ha encontrado en el alféizar de la ventana el mejor lugar para ver pasar el mundo y tomar el sol. Desde este sitio intenta mantener el equilibrio entre lo que es y lo que querría ser su tontísima ama. Mientras yo leo, ella observa atenta el arco iris que un cd le regala desde la huerta de al lado: naranja como la luz del atardecer y verde como los ojos esmeralda de un primer novio, azul como el cielo de los larguísimos días estivales  y violeta como el vestido que llevaba la primera vez que nos vimos. El cd nos lanza mensajes subliminales en forma de colores engañosos que despiertan mis recuerdos, la silueta de la Peña de Alba se recorta en el horizonte y nos indica nuestro próximo destino y un manzano nos muestra el devenir cadencioso de las estaciones. Ese es mi otro compañero: un árbol, uno cualquiera, un humilde manzano en este caso. Yo quisiera que fuese un árbol con la copa redonda y muy frondosa, sujeta por fuertes ramas sobre las que poder construir una cabaña. Tener una casa en un árbol, entonces que el árbol fuera un haya, y esconderme allí en tus brazos, abelugar nuestra historia inexistente, encontrar cobijo en tus abrazos y criar mi estirpe, nuestra estirpe. La que no tendremos, la que no tendré. Un castaño que albergue una familia de ardillas en constante movimiento, subiendo y bajando, recogiendo frutos para la despensa del invierno. Qué largo es el invierno para quién espera una primavera que no llega. En realidad cualquier árbol me vale o, mejor, un bosque para jugar contigo al escondite y encontrarte detrás de cada sombra, en cada claro, en cada manantial y enraizarme tan fuerte en tus sueños que no fuéramos nunca más el uno sin el otro.
Así que viajo en una tabla a la deriva por el mar, en una alfombra voladora sobrevolando el desierto, a expensas de furiosos vendavales o del asfixiante calor que oprime mi pecho, acompañada siempre, nunca sola del todo, junto a Lola, un árbol, el que sea y un viejo diccionario escolar abandonado tras el curso y rescatado de la basura o del fuego de San Juan o de una condena perpetua en una estantería, entre polvo y otros libros que nadie lee. Viajo y sueño. Sueño con tus ojos oscuros que sonríen, con tus besos prohibidos, con tu presencia y, mientras tanto, leo y va pasando el tiempo.
Yo me pasaría la vida aquí, mirando desde mi ventana, contando las hojas de los árboles, comiendo manzanas verdes que saben a madera, viendo a las arañas tejer indolentes sus débiles pero elásticas telas y contando los nudos de las vigas que sostienen mi vida. Vigas que a menudo se curvan con la pena.

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