Vistas de página en total

viernes, 20 de febrero de 2015

Dragones y mazmorras.

Siempre supe que llegaría el día en que tendría que enfrentar mis fantasmas como no supe hacer con aquellos dragones. Imaginaba mil formas de contar a mi hija el secreto que me acompaña desde niña. Siempre creí que confesar y tener en quién depositar este dolor sería la única forma de purgar aquel pecado. No hay madrugada que no despierte pensando en ello. No hay noche en la que no me venza el sueño preguntándome por qué lo hice, por qué la traicione, por qué la guíe de la mano hacia el borde mismo del precipicio, de qué manera fue mi mano la que suavemente la empujó, con qué autoridad corté el levísimo lazo que la mantenía unida a la vida. Yo estaba muerta de miedo en la oscuridad de un mundo de adultos. Sé que será inútil poner palabras a aquellos días, a aquellas horas que repasó una y otra vez sin descanso. Qué podía hacer con apenas seis años. Cómo iba a medir las consecuencias de mis palabras. Cómo podía calcular el desastre que vino después si lo único que hice fue responder a una pregunta de mi padre. Qué sabía yo de los mayores. Hoy sé que mi madre era incapaz de hacer nada de lo que decían sobre ella. Mi madre que sólo era un animal asustado y perdido entre aquella maraña de brazos y piernas. Soy la única culpable. Yo maté a mi madre.
Cuando nació mi hija Clara, me convencí de que ella era el único canal para conseguir el perdón de mi madre. Sé que Clara me ayudará a restañar esta herida, a descargar esta culpa, a empezar a olvidar la forma en qué quebré el pacto invisible que había entre nosotras.
El poder de la belleza. Carmen se llamaba mi madre y era por definición una mujer de bandera. Había sido el bebé más hermoso, la niña más guapa de la aldea y por derecho se convirtió en la joven más bonita. Su belleza era tan extraordinaria que hacia vulgares al resto, a todas las demás sin excepción, no sólo a las que eran agraciadas sino incluso a las que eran guapas. Sobresalía por bella e inteligente, por su conversación y su capacidad para escuchar. Era inocente y pura, inexperta y desconocedora de lo bueno y lo malo de la vida. En aquella rabiosa belleza radicaba su dominio, el magnetismo que ejercía sobre todos, hombres y mujeres. Ellos la admiraban y ellas la envidiaban. Sólo mi abuela era consciente de aquel poder que no había aprendido a manejar y que podía ser un problema. No había muchas opciones para una niña como ella en aquellos tiempos. Casi todas pasaban por ir de criada. Podías ir Oviedo, salir a algún lugar del extranjero donde desconocías el idioma y las costumbres o quedarte allí y que la señora de alguna casa grande te reclamará. A mi madre le hubiera gustado ser maestra como su amiga Rosalía que ponía clase en Bárzana, pero la comida en su casa era inversamente proporcional a las bocas a alimentar, así que cuando surgió la posibilidad de entrar a servir en casa de los Miranda, todos se alegraron de tener una ración más a repartir y de que se quedara cerca. Todos menos mi abuela que creía que en aquella casa había demasiados hombres y casi todos jóvenes. En un último intento de mandar algo sobre su familia, mi abuela sugirió que la chiquilla podía ir a aprender a coser con Zulima como primero habían ido otras. "Es un buen oficio" le susurró a su esposo como sólo ella sabía hacer cuando quería conseguir algo a pesar del cansancio y de aquel matrimonio ya tan largo, pero mi abuelo no consideró siquiera la posibilidad. Su suerte estaba echada y su belleza que debía de haber servido a su favor se convirtió en su mazmorra.
El poder del sexo. Tenía sólo quince años cuando entró en aquella casa, la más rica, la más grande. Decían que allí no se pasaba ni frío ni hambre nunca y donde vivían cuatro jóvenes hermanos. A fuerza de trabajo la niña se convirtió en una mujer cuyas formas fueron despertando los sentidos desbocados y casi salvajes de los hermanos Miranda. Sus brazos y piernas flacos como de araña se convirtieron en fuertes y bien definidos, sus muslos y sus pechos se rellenaron, sus caderas planas tomaron forma. Todo en ella paso de ser delicado y elegante a ser voluptuoso y sensual. Los cuatro mantenían distinta actitud hacia ella, una actitud que ella no acababa de entender. Ella no había hecho nada y, de repente, la flor que destacaba entre las otras se convirtió en el fruto más apetecible, en una bella mariposa que ejercía un efecto perturbador y enfermizo en todo aquel que posaba la vista en ella. No sabía nada de la vida, apenas lo que oía contar a las mujeres en el río cuando bajaban a lavar la ropa, entre risas y bromas. Las más atrevidas dejaban caer comentarios subidos de tono, pero ella aún no conocía la fórmula para que aquellos cuerpos jóvenes y esbeltos adquiriesen formas redondeadas en primavera y aparecieran luego cargando seres diminutos que exigían pecho a demanda. Desconocía todo acerca del poder del sexo, poder que poseía sin haberlo ambicionado. Los hijos del amo pronto la tuvieron en su punto de mira. Empezaron cortejándola cortésmente, dedicándole requiebros y bromas bien intencionadas. Pronto cuando la verdadera personalidad y naturaleza de los hermanos fue aflorando como el mar embravecido que tenían dentro, uno de los hermanos se desmarcó del resto. Mientras los otros comenzaron un acoso asfixiante y siguieron con miradas groseras que llegaron a hacerla sentir sucia y vulgar. No la dejaban respirar. Tomás, el que sería mi padre, tomó la decisión de sacarla de allí, de alejarla de aquellos brutos que eran sus hermanos, pendencieros y borrachos. Dijo a mis abuelos que se casaban y se iban. La salvo, aunque sólo de momento. Mis padres vivieron en Mieres seis años de plácido espejismo. Sobrevivían como matrimonio gracias al profundo respeto y amor que se profesaban pues la belleza de mi madre en lugar de comenzar a marchitarse había crecido exponencialmente y ejercía un efecto devastador entre la mayoría de los hombres. En Mieres, fruto de aquella pareja apasionada, nací yo. Durante aquel exilio voluntario mi padre apenas mantuvo contacto con su familia, pero cuando mi abuelo enfermó y nos reclamó a su lado, volvimos. El tiempo había puesto a cada uno en su sitio y el abuelo sabía que lo único capaz de conseguir que su menguada fortuna por la mala administración de sus otros hijos no se fuera por el desagüe definitivamente era conseguir que Tomás, el buen hijo y entregado padre, el fiel marido e intenso amante, regresara a casa y tomara las riendas a sabiendas del peligro que eso suponía para Carmen que nada más poner el pie en la aldea volvería a convertirse en la presa que nunca había dejado de ser.
El poder del miedo. Regresaron y, como la niebla, el miedo comenzó a enraizar entre nosotros, cubriéndolo todo. Mis tíos espiaban cada paso de mi madre que se había convertido en su obsesión. La seguían a la fuente. La buscaban en el río donde madres e hijos se bañaban juntos cada tarde de aquel verano. La desnudaban con sus miradas sucias tan parecidas a la limpia mirada de mi padre. La abusaban sin tocarla con sus manos capaces de hacer daño que tanto recordaban a las fuertes manos de mi padre. La violentaban rozándola a cada instante con aquellos cuerpos de espaldas tan iguales a las de mi padre. Ella se instaló en el miedo. Miedo a estar sola. Me llevaba con ella a todas partes. Miedo cuando tendía, cuando lavaba, cuando planchaba. Espiaban hasta la pequeña gota de sudor que caía recorriendo su perfil hasta alcanzar cada prenda que planchaba. Aquel verano fue infernal. ¿Nadie veía lo que estaba pasando en aquel territorio hostil? No lo sé, yo vivía descubriendo libélulas y luciérnagas, soplando dientes de león y persiguiendo mariposas. Todo era nuevo para mi. Mientras, los focos interiores de mi madre comenzaron a apagarse en fases, como lo hacen las luces de un teatro y se quedó a oscuras. Cuando mi padre, al finalizar agosto, le dijo que no podían volver a Mieres, ella resolvió con el maestro que yo empezaría allí a la escuela. Y aquel encuentro fue su condena a muerte. Alguien contó que había visto a mi madre hablando en la fuente con un hombre. El resto de la historia la aderezaron mis tíos. Sin ninguna vergüenza manipularon la versión y cuando mi padre me pregunto si mamá se veía con d. Manuel yo simplemente dije que "Sí, muchas veces". Mi padre le dijo a mi madre que lo mejor era que se fuera del pueblo, que no se preocupara que iría a buscarla. Les pudo el miedo, el miedo a su padre, a sus hermanos a los que creía capaz de todo, el miedo al que dirán. El miedo y la calumnia. La dejó irse con una maletina de cartón, quedando atrás lo único que la mantenía viva, nosotros.
El perdón. Mi madre se suicidó. En la primera rama de árbol que encontró bajando por el camino que llevaba a la carretera general. La encontró Laudelina que iba al molino, dos días después, cuando todos pensábamos que estaba a salvo.
Voy a llamar a Clara, tengo que contarle todo esto. No sé sí será bueno. Creo que ha llegado el momento de reconciliarme conmigo misma, de perdonarme, de soltar lastre. Yo sólo era una niña que tiraba piedrinas en un charco. Yo que no vi nada, que ni siquiera fui capaz de inventar nada, porque mi madre era tan inocente como todos los demás fuimos culpables. FIN.



sábado, 7 de febrero de 2015

Sin duda, la vida podía haber sido diferente

Llevo un mes haciendo los fines de semana prácticamente lo mismo: tanatorio, cementerio y reunión con amigos. Espero que mañana, si la nieve nos deja y celebramos mi cumpleaños, se cierre el círculo éste en el que parece hemos entrado y la primavera que está a la vuelta de la esquina nos dé una tregua. Vamos a ver. A mi lo que me gusta es escribir de libros y contar historias, no me gusta escribir necrológicas, pero algunas veces la historia de la persona que se va te remueve tanto que le debes al menos unas letras. Ahí van las mías.
Ya escribí el otro día que uno empieza a hacerse viejo cuando dejan de morirse los abuelos para empezar a hacerlo los padres, los propios o los de otros. Y no me refiero, claro está, a los que pierden a sus progenitores siendo niños, en ese caso el sentimiento es otro que nada tiene que ver con envejecer y sí con pérdida y miedo, congoja y pesadillas. La pérdida de los padres a la edad que sea marca un antes y un después en la vida de las personas, lo tengo clarísimo. Yo sólo pido a Dios, al mío, dos cosas que se los lleve tarde y que no sufran. Puestos a pedir que no quede.
Escribo hoy aunque no pensaba hacerlo porque se ha muerto una vecina de mis padres, una de las de toda la vida. Los que hemos vivido en un edificio sin ascensor sabemos el vínculo casi familiar que se establecía en las comunidades de vecinos. Sobre todo cuando tienes unos padres como los míos. Mi madre expansiva de carácter y buena conversadora, siempre sin prisas para charlar, cálida y cercana y mi padre que si no hay nada que decir, no lo dice, pero con él que todo el mundo cuenta para las cosas importantes. Una madre cercana y un padre callado, buena combinación. Mis padres llevan allí desde su primera noche de casados y ya va para cuarenta y seis años el mes que viene. Aquella era una comunidad de vecinos de las de antes: matrimonios más o menos jóvenes e hijos más o menos de las mismas edades que compartíamos escalera y a menudo jugábamos en la calle. Reconocíamos los olores y casi los sabores de los pucheros de las vecinas, las formas de tender. Recogíamos las prendas caídas de otros pisos en nuestro tendal y picábamos a la puerta para devolverlas, sin que eso fuera una molestia. Saltábamos de felpudo en felpudo para no pisar las rayas de las baldosas. Mi madre siempre les felicitaba las fiestas el día de Nochebuena de la que íbamos a cenar a casa de mi abuela. La vecina de puerta de mi madre se quedo a cargo de mi abuela el día que se casó mi hermano. Hoy recordé el primer fallecimiento que se produjo en el portal. Íbamos al colegio y mi madre no nos dejo encender la tele en todo el día en señal de duelo. Eran otros tiempos. No sé sí mejores o peores, simplemente diferentes.
El caso es que la vida que vivimos nunca es la que queremos. Unos quieren ser altos cuando son bajos. Otros quieren ser gordos cuando son flacos (estos los menos). Algunos quieren lo de los otros sin más razón que la envidia o la avaricia. Fuera de esas gilipolleces (que lo son) muchos tienen vidas que no se merecen, buenas personas a las que les toca subirse a una montaña rusa con el vagón, al que no le funcionan las medidas de seguridad, a punto de descarrilar o que tienen entre manos bombas de relojería dispuestas a explotar y llevarte por delante en mil pedazos en cada momento.
Mis vecinos vivieron ese tipo de vida. Una vida de sobresaltos y llamadas intempestivas, visitas al infierno y muchos bocadillos llevados por mi padre. Una vida en que lo penoso se convirtió en normal para ellos. Sin escándalos ni una palabra más alta que otra porque la pena se rumiaba en casa. Cinco hijos destinados a hacerles felices, pero cuya fórmula química estaba mal formulada. Años ochenta, drogas, enfermedad y muerte. Un matrimonio de los de antes, que recibieron felices el fruto de su amor, a los que les gustaba estar juntos y a los que el destino no les dio un momento de resuello. Cinco hijos son muchos hijos. Yo diría que demasiados. Pienso que quizás alguna responsabilidad tuvieran los padres. Sin duda, hicieron lo que pudieron y quererlos los quisieron hasta la extenuación. Años más tarde les toco criar a una nieta con la que intentaron enmendar algunos de los errores cometidos. La niña es guapa, por dentro y por fuera, y con una tremenda elegancia, ha sobrevivido en un mar embravecido gracias al salvavidas que le ofrecieron sus abuelos.
Nosotros no fuimos muy amigos de sus hijos. Mi hermano más del pequeño que era una monada de niño, noble y sonriente. Hace apenas un par de día, sin venir a cuento, recordábamos como escalaban por las paredes del pasillo y lo mucho que jugaron juntos. No creció nuestra amistad, porque sus vidas giraron en sentido contrario a las nuestras. Pronto hubo entradas y salidas sospechosas que más tarde se convirtieron en ausencias dolorosas. Tiene que ser tremendo para una madre perder a un hijo, pero tiene que ser peor ser testigo de como las vidas de los otros se acercan al precipicio, como ellos mismos las conducen hacia allí, como tus planes, tus sueños se van por el desagüe sin necesidad siquiera de tirar de la cadena. Los vecinos sólo podíamos compadecernos ante la mala suerte de aquellos padres pero nunca jamás dejamos de quererlos y respetarlos como la buena gente que era. Ese cariño fue el que siempre marcó nuestra relación con ellos.
María Teresa siempre fue una mujer entera, buena conversadora y cariñosa. Hasta el final cuando tenía que desplazarse en silla de ruedas, fue el pilar de su familia. La espina dorsal de un grupo desmembrado que siempre volvía a casa, al refugio de la madre, a su abrazo. Nunca siendo más joven la vi amargada, ya digo que la pena quedaba dentro de casa. La vi triste cuando empezó a torcerse la cosa definitivamente. Nunca dejo de tirar del carro en la medida de sus posibilidades. Recordaré siempre sus ojos llorosos a la luz del sol y su piel casi transparente, sus piernas varicosas y su alegría de vernos, pero, sobre todo, recordaré a la MADRE que fue, un título que llevo con la cabeza muy alta hasta el final de sus días.
Mi vecina se pasó los últimos años cuestionándole a Dios, el mío, las razones de tanto mal trago. Tremendamente enfadada con Él, siempre me lo decía. "¿Por qué?" le preguntaba una y otra vez, unas veces loca de impotencia y otras intentando conservar la serenidad. "¿Por qué a mí? ¿Por qué a nosotros?" Siempre la misma pregunta, siempre sin respuesta.
Sólo tengo un deseo para ella, espero que la muerte le traiga la paz y el descanso que no le dio la vida. Descanse en paz.


 

viernes, 6 de febrero de 2015

Reescribiendo Cenicienta (iii)


 El baile. Objetivo: Encontrar a la dueña del zapato

El baile tuvo lugar a lo largo de tres días en uno de los palacios más hermosos que se conocen en el mundo y contó con los monarcas del país como anfitriones. La excusa del mismo era el anuncio del compromiso matrimonial de la hija mayor. El motivo real, como todo el mundo conoce pues ha sido filtrado de forma interesada por los medios oficiales y extraoficiales, no era otro que el príncipe heredero encuentre pareja. Los años van pasando y él que siempre ha dado muestras de su carácter ha ido rechazando una tras otra a todas las princesas que su padre junto al Primer Ministro le han ido sugiriendo.
-“Quiero casarme” ha declarado muchas veces en público “pero quiero hacerlo por amor” ha añadido siempre como muletilla.
El Palacio que incluye en la propiedad unos fantásticos jardines diseñados por el mismo artista que ideó Versalles, contiene el laberinto de mazes (perdedero o laberinto de caminos alternativos) más extenso de cuántos existen en el mundo y que según cuenta la leyenda sólo las personas de alma pura e inocente son capaces de no perderse dentro y salir sin ayuda.
El espectacular escenario fue engalanado para la primera velada con miles de flores frescas color blanco y multitud de luces que daban al interior de los salones la impresión de día. Aunque habría más de cien muchachas de la alta sociedad parece que el príncipe heredero se fijó únicamente en una joven ataviada con un impresionante vestido blanco roto y que relucía como una estrella en medio del salón de baile. La dulce mirada de la joven cautivó al Príncipe en cuánto se cruzaron de forma casual. Al llegar las 00.00 ella tuvo que retirarse y ante la insistencia de su acompañante de acompañarla a casa se escabulló entre las paredes del laberinto desapareciendo como por arte de magia.
Para el segundo día de las celebraciones, el palacio fue adornado con las más bellas flores recién cortadas de color burdeos y una vez más la iluminación conseguía que los invitados apareciesen mucho más guapos y apuestos de lo que eran (sobre todo algunos). El príncipe volvió a elegir como pareja de baile a la misma señorita que la noche anterior que vestía un impresionante diseño de color marsala, y combinaba a la perfección con la exquisita decoración floral. Su porte elegante y natural así como su delicada belleza la hacen parecer la pieza que le faltaba a nuestra familia real. Ellos no se separaron ni un solo momento y se les vio en actitud atenta y cortés. El preocupándose de que a ella no le faltará nada. Ella mirándole enamorada cada vez que él reclamaba su atención para comentarle algo o presentarle a alguno de los insignes invitados. Una vez más, al llegar las 00.00, ella se despidió y abandono apresuradamente el palacio. El Príncipe que en esos momentos había ido a hacer una petición a la orquesta, sólo alcanzo a verla entrando por la puerta del laberinto y allí volvió a perderla de vista.
Cansado de no saber cuál es la verdadera identidad de la joven a la que parece que nadie conoce y rendido de amor por ella, según sus propias palabras y tras los últimos acontecimientos, el Príncipe planeó conseguir que la joven permaneciera más tiempo junto a él, para ello ordenó a sus lacayos que untasen con pez los peldaños de la escalera y así la joven, confundida al quedarse atrapada literalmente pegada, accedería a decirle quién es su familia y cuál es su dirección para que el Príncipe pueda ir a presentar sus respetos y pedir su mano sin más dilación.
Así llegó el tercer día de fiesta y esta vez el Príncipe asesorado por su madre experta en rosas, mandó que todas las estancias se llenaran con estas flores en color azul. Nuestra protagonista vestía esta vez un fabuloso tono azul klein que hacía que sus ojos azules parecieran aún más azules con el reflejo en ellos de las miles de rosas. Se instalaron en las paredes del salón principal enormes espejos que ampliaban hasta el infinito el tamaño de la estancia y multiplicaban el reflejo de ambos bailando de tal forma que desde todos los rincones de Palacio el resto de los invitados pudiera admirar la fantástica pareja que forman. Y al dar las 00.00, sin tiempo para más y sin mediar explicación alguna, la joven mujer que ha robado el corazón de nuestro Príncipe se preparó para huir y bajando precipitadamente los peldaños casi sin rozarlos tropezó y uno de sus pies dejó el zapato pegado en la pez. Mientras el Príncipe recogía su trofeo, un humilde zapatito de tamaño casi diminuto y elaborado por expertas manos artesanas, ella volvió a desaparecer por la puerta del laberinto.
- “No pasa nada, la encontraremos” dijo el Príncipe esperanzado “y cuando encontremos a la mujer que le sirva este zapato, antes de que se me vuelva a escapar, le pediré matrimonio y permaneceremos juntos para siempre”.


 


jueves, 5 de febrero de 2015

Reescribiendo Cenicienta (ii)

Petra, la fiel ama de llaves.

Me llamo Petra y llevo en esta casa desde que era una niña. La madre del actual amo fue mi primera señora. Ella me enseñó con paciencia y dedicación todo lo que sé, con ella aprendí mis primeras letras y las claves para llevar una casa de este tamaño. Cuando el hijo de los señores heredó estas tierras permanecí fiel junto a él y, en silencio, cumplí con mi papel de ama de llaves. Gracias a mi puesto he podido presenciar todo lo que ha ocurrido en estos últimos tiempos y por ello quiero contároslo para que todos sepan la injusticia que se está cometiendo.
En esta casa vivía un matrimonio feliz y acomodado con una pequeña hija. Cenicienta llaman a la niña. Yo la bautice con ese nombre pues todo a su alrededor ha tomado ese tono. La nueva familia de su padre la ha exiliado de sus aposentos a la cocina. Son mis brazos los que le dan cobijo y mis oídos los que escuchan sus lamentos. La hija querida de sus padres, la hermosa e inocente niña, la huérfana de madre lo es ahora también de padre. El ha demostrado que no merece que le llamen así, como tampoco es merecedor de ser el viudo de su primera esposa. Es una vergüenza que esto esté pasando y que mis cansados ojos tengan que presenciarlo. Si la señora supiera lo que está ocurriendo desde que ella falta volvería a morirse, pero esta vez de pena.
Como iba contando este matrimonio vivía sin preocupaciones ni problemas, ocupándose sólo de que su hija querida tuviera lo mejor y recibiera una esmerada educación. Madre e hija pasaban mucho tiempo juntas, haciendo planes sobre conocer otros países y ampliar horizontes. Quiso la mala fortuna que la enfermedad entrará por la puerta a visitar a la señora para cambiar la suerte de todos nosotros. Sufrimos mucho el tiempo que duró la enfermedad. El amante marido, entregado hasta el final, apenas se separaba de su lado y cuando lo hacía para ocuparse de sus obligaciones aparecía como un hombre derrotado y abatido. A menudo acudía al pabellón de caza o a las caballerizas y allí, mientras su esposa descansaba, él encontraba consuelo cepillando con delicadeza a sus caballos y llorando sin parar hasta caer rendido. Sólo el sueño conseguía que olvidase el negro futuro que se cernía sobre la casa. Nada podía presagiar que al final sería la pobre niña la que se llevaría la peor parte. El señor estaba loco ante la perspectiva de perder a su bella esposa. Estaba perdido sin su sostén. Ella que sólo veía belleza incluso en las cosas más feas. Si había algún problema, la señora le tomaba de la mano y con su dulce voz le decía que no se preocupara, que ya pensarían la solución, con su mirada limpia calmaba su tribulación.
Y para la casa ¿Cómo era la señora para la casa? Conmigo siempre fue afectuosa, claro que sabía bien en manos de quién había depositado las responsabilidades domésticas. Aunque respetaba mis decisiones, no había un solo día que ella no supervisará o repasará conmigo las tareas. Su control era tal que sabía en cada momento qué era necesario en la despensa, en qué alacena se guardaba cada pieza del ajuar y en qué cajón cada mantel de delicado hilo. Inspeccionaba todos los rincones, se preocupaba desde las humildes ollas y sartenes, hasta las delicadas tazas de porcelana, ocupándose de que todo estuviera limpio y reluciente, preparado para dar una gran fiesta. Menudas fiestas que se organizaban en aquellos felices tiempos. Aquellos si que eran bailes y banquetes. Venía lo más selecto de la sociedad. Nobles y artistas eran bienvenidos. Pintores, músicos, poetas todos tenían sitio en aquellas entrañables veladas. Recuerdo un año que vinieron hasta los Reyes con el pequeño príncipe. Su pequeño hijo rompió una de las jarras de agua, menudo trasto. He oído que está buscando esposa. Cuán rápido ha transcurrido el tiempo, aquel chiquillo torpe y legañoso que sólo sabía sorber los mocos va a casarse y creo que, después de rechazar a todas las princesas propuestas por su padre, busca candidatas en la zona. Dicen en la ciudad que por ese motivo van a dar un gran baile que durará tres días. ¡Ay, qué feliz sería si pudiera ir mi Cenicienta! Si la señora viviera, la niña tendría los vestidos más bonitos y el peinado más elegante. ¡Qué diferente sería todo!
Pero volviendo a la historia que nos ocupa, ya decía la señora que me emociono tanto hablando que pierdo el hilo. El verano se llevó consigo a la amada señora. Tardó poco el señor en reponerse de la visita de la parca que no por esperada dejó de entristecernos. Tardó poco también en volver a casarse. Se la encontró en casa de unos vecinos. Habían insistido en que participase en un recital de música y creyó que no era malo salir de su escondite. Allí estaba ella, la primera mujer de la que estuvo enamorado o mejor, de la que creyó estar enamorado. Ella, la que le dejó para casarse con un hombre más rico que él, estaba sentada en el centro de aquel salón, entre sus dos hijas y reluciendo a sus ojos tan bella como cuando ambos eran jóvenes y solteros. Ella, que dicen las malas lenguas arruinó a su primer esposo que murió al poco tiempo en un duelo defendiendo su honor y el de su matrimonio. Ella estaba allí llenando con su presencia la estancia y él la vio tan hermosa como la había visto la última vez y borrando de un plumazo su traición primera cayó rendido a sus pies. En apenas un mes, sin respetar ni la memoria, ni las costumbres, saltándose a la torera el tiempo prudencial del duelo, organizaron la boda. Una gran boda como quería ella, una espectacular celebración que no era ni apropiada ni de buen gusto y en la que relegaron a Cenicienta desde el primer momento. Así de la mano del amo, que de aquella manera dejó de ser señor para convertirse en amo, que dejó de ser padre para convertirse en extraño manifestando su carácter débil y medroso, tomó posesión esa bruja, esa madrastra y sus hijas de esta mansión y, sin dejar que pasara un momento, sin disimular un ápice, las tres bajo la mirada nublada del padre le declararon la guerra a Cenicienta que era la única con autoridad moral para decirle a su padre que se estaba equivocando, para recordarle cómo eran las cosas.
Así cada día yo soy testigo de los agravios y desprecios que sufre la que fue la niña de esta casa. Veo, sin poder hacer nada, las penurias que le hacen pasar: la han despojado de sus ropas y le han robado su habitación, la han recluido en la cocina y ha perdido la libertad para moverse por la casa no pudiendo siquiera entrar en las habitaciones que ocupó su madre. Pero lo peor sobre todas las cosas, es que le han arrebatado el amor de su padre. Cenicienta ha abandonado su niñez para empezar un camino de espinas y piedras. Un camino que empezó con la muerte de su madre y siguió con la llegada de la segunda mujer de su padre a esta casa.








Reescribiendo Cenicienta (i)


Carta de Cenicienta a su madre

Querida madre,

dudo a la hora de escribirle estas letras pues sé que, desde dónde usted habita ahora, nada puede hacer por mí. No sólo no puede ayudarme, sino que si pudiera leer estas palabras, lo único que harían sería llenarla de una infinita tristeza. Pero es tanto el dolor que siento, tanta la soledad en la que me encuentro instalada, que sólo hallo esperanza en este desahogo. Como el viajero que no sabe qué ramal del camino ha de seguir, estoy en una encrucijada. Por una parte no tengo a nadie a quien contar mi inquietud y por otra, lo último que quisiera en este mundo sería perturbar la merecida paz que, tras su dura enfermedad, ha encontrado. Descanse madre, pero abra sus brazos para acogerme una vez más y escuchar mis penas o al menos déjeme soñar con que está junto a mí y lo hace.
Madre, ¿por qué tuvo que irse? ¿por qué no me llevó con usted? Recuerdo la última tarde, la fiebre y la agonía, con palabras quedas me dijo que fuera fuerte y que ayudará a padre, que le apoyará. ¿De verdad creía, madre, que padre iba a necesitar de mi brazo para apoyarse en él a modo de bastón? Hoy pienso que mi felicidad hubiera sido hacer este último viaje juntas. Si ambas hubiéramos partido hasta un destino incierto, mis días serían otros. Todo sería más fácil.
Padre tardó apenas un invierno en superar la desdicha de su muerte y tras guardar un duelo relativo contrajo nuevo matrimonio con una mujer muy bella que aportó a nuestra menguada familia a sus dos hijas. ¿Qué si son bonitas, madre? Sí, las tres son bonitas, pero las tres son oscuras. Trajeron a la casa una mezcla de turbio pasado y de falso presente. La oscuridad se instaló en la casa y entre nosotros. ¿Si la ama, madre? Sí, la ama. Parecen felices. El sólo tiene tiempo para ella y se ha apartado de mí. Un día, padre me llamó a la sala y me dijo que aceptará a su nueva esposa como una madre. Yo le dije que eso no iba a poder ser. Yo sólo tengo una madre y no hay nadie que pueda sustituirla en mi corazón. Puede que otra ocupe su lugar en la casa y quizás en la alcoba de padre, pero en mi corazón es imposible. Tendría que arrancármelo y volver a nacer. De todas maneras, le dí mi palabra de que la respetaría como madrastra y que obediente cumpliría sus deseos. Y en ello trabajo cada día. Intento respetarla y honrarla como la esposa de mi padre, pero cuánto más la conozco, cuánto más observo su comportamiento, el de las tres, más oscuridad veo en sus miradas, más maldad en sus palabras, más doblez en sus actos. Rezo cada día para que mis movimientos no delaten mis pensamientos, por no traducir a palabras mi pesar y mis dudas. Rezo porque vaya pasando el tiempo y calmándose mi aflicción y mi agonía por no estar más junto a usted.
Madre, con usted se fue la luz y a esta casa la cubrió un manto de ceniza. Son literales mis palabras, ahora vivo en la cocina, haciendo de criada para mi madrastra y mis hermanastras. Convivo con Petra que junto a su trabajo de siempre, desempeña las funciones de cocinera y el mozo de las cuadras que alguna vez me deja montar mi yegua. Gracias a ellos puedo mantener la cordura y algunas veces hasta tenemos ganas de reírnos. Duermo en un pequeño jergón al lado de la lumbre. Ya sabe madre que sólo hay un pequeño aposento para el servicio y ahí sigue viviendo Petra. No soportaría verla durmiendo en la cocina después de tanto tiempo con nosotros. Ella que tanto se esmero en cuidarla el tiempo que duró su enfermedad. Mis ropas también son grises. No hay sitio para más color entre los pucheros que el de las verduras, además no hay motivo para el color cuando sólo hay niebla a nuestro alrededor. Ropas grises, grises pensamientos. Dice Petra que hasta mi piel se ha vuelto cenicienta y así ha empezado a llamarme “Cenicienta” Ahora soy Cenicienta, madre, como ceniciento es mi interior. Sí, ya sé parece un juego de palabras, una broma, pero mi vida se escribe en clave de grises.
Algunos momentos en la cocina recordamos que en esta casa la vida un día fue diferente. Otros días, la nueva señora de la casa y sus hijas, desde mi antigua habitación que ahora ocupan o en el salón de costura, hablan juntas y se ríen. Tienen mi bastidor, dijeron que yo no lo necesitaba. Recuerda madre cómo trabajábamos en él, cómo me enseño a bordar, qué labores tan delicadas hacíamos juntas y qué ratos tan bonitos pasábamos en aquel rincón. Me enseñó que las cosas hay que hacerlas con amor. “Hija, todo lo que hagas, hasta lo más sencillo, la labor más humilde hazla con amor, con mucho amor y dedicación”. Y eso es lo que intento imprimir a mis labores diarias ayudada por Petra. Friego los suelos y hago la colada con amor. Pelo patatas y saco agua del pozo con amor. Traigo los huevos del gallinero y amaso el pan con amor.
Ayer ellas, burlándose de mí y de mi aspecto, me dieron la noticia. Quieren destruir su jardín, madre, arrancar sus flores y talar sus árboles, el único espacio de esta casa dónde todavía puedo respirar su aroma y sentir su presencia. Quieren construir un cenador e instalar una pajarera para criar pájaros. Madre, ¿qué pájaro querría nacer sin libertad? ¿ha visto usted pájaros enjaulados que sea felices y canten? Eso sí que no lo iba a permitir. Me armé de valor y me planté ante padre. “Padre, déjeme conservarlo. Lo cuidaré con el mismo mimo y las mismas ganas que lo hacía madre. Padre, por su memoria.” Y aceptó, aún no sé cómo, pero lo hizo. Esa mujer lo ha hechizado con sus ojos negros y su piel tan blanca. A su lado, con mi aspecto de criada, sólo parezco eso, una criada sucia y triste, pero sí, padre me ha permitido conservar su jardín, madre, quizás vuelva el color a mis mejillas y el brillo a mis ojos, quizás regrese la alegría a mi corazón y encuentre la esperanza lejos de esta carta que usted, muy a mi pesar, nunca llegará a leer.
La añoro madre. Cuide de mí. No deje que mi alma se duerma y no vuelva a despertar.
Su hija que la quiere
Cenicienta



 

martes, 3 de febrero de 2015

Turno de noche

He salido temprano. He ido caminando con Lola hasta el centro del ERA que hay al final de la Tenderina.  El edificio es moderno y de reciente construcción. Me he fijado en los colores de la fachada, cuando hay poca luz apenas se distinguen del resto: amarillo ocre, verde musgo y un gris oscuro y brillante. "Coño, son colores de otoño, colores de fugacidad". Si en el lugar hubiera un colegio para niños los colores serían otros. Habría rojo seguro. Justo delante de la rampa de acceso hay una parada del autobús que sube al centro. Está pensada por si a alguno de los residentes, usuarios los llaman los de los servicios sociales, le apetece darse un garbeo por la Vetusta antigua o la comercial o por sí después de una mala noche, llena de recuerdos dolorosos por lejanos en el tiempo, les entran ganas de coger la maleta e irse a su casa. ¿Su casa? Sí, si es que aún la tienen. Enfrente hay una parada escolar y un estanco.
Usuarios y establecimientos residenciales. Qué manía no llamar a las cosas por su nombre. Son ancianos y son asilos. Asilo: "lugar privilegiado, refugio de perseguidos, amparo, protección, favor" dice el diccionario. ¿En qué momento se perdió el sentido positivo de la palabra asilo? En los establecimientos residenciales de Asturias viven ancianos, personas mayores, viejos. Ninguna de estas palabras tiene en origen nada negativo. Entonces para qué el uso de eufemismos. Somos ridículos. Son abuelos, los nuestros o los de otros, esas personas que tanto han hecho por que llegáramos hasta aquí. Maestros y educadores de toda su estirpe, sensatez y cordura, prudencia y apoyo en tantos casos, en tantas casas.
El caso es que en el edificio empezaba una nueva jornada. El personal de recepción y de administración, auxiliares de enfermería y trabajadores de cocina, poco a poco en un universo paralelo al de las personas que viven allí. Ajenos a ellos, llegan a sus puestos de trabajo y una vez vestidos de uniformes se desnudan de sus propias vidas poniendo espacio entre lo que son y lo que hacen. Si no, sería imposible convivir con la enfermedad y la muerte tantos ratos. El engranaje comienza a rodar. ¿Alguien puede explicarme porque en todos esos sitios hay luz artificial a todas horas, da igual la que sea? ¿Será para recibir a la muerte si viene a buscar a alguien? ¿No saben que la muerte no necesita que le indiquen el camino? ¿No saben que se cuela por las rendijas de las ventanas o de las puertas, por las cañerías de los lavabos o por la alcachofa de la ducha para alcanzar y llevarse el alma de su presa? 21 gramos dicen que nos roba. Sólo 21 gramos, apenas unos cuantos granos de arroz, son la diferencia entre ser y dejar de ser.
Al pasar esta mañana recordé una historia que me contaron hace poco. Ocurre en ese centro, pero podía hacerlo en cualquiera de los lugares con jardines o no, con vistas o no, dónde nuestros mayores van viendo como, con lentitud, el tiempo del reloj corre en su contra. Qué extraña es la percepción del tiempo. Sus nombres son Amador y Matilde. Él habita allí, ella trabaja.
Amador llegó al centro después de perder a Lupe, su mujer. Llevaban juntos más de sesenta años y quiso la vida que ella se fuera primero. Amador no fue a la residencia conminado por sus hijos, no los tiene, no llegaron nunca. El lo aceptó, ella vivió con una pena negra en su pecho hasta el final por no haber sido capaz de que aquel amor tan grande diera frutos. Cuando Lupe murió, Amador se cansó pronto de intentar sobrevivir sin ella y haciendo gala de su espíritu práctico solicito una plaza al Principado para mudarse. Tardo un poco porque quería vivir en la Tenderina, cerca de Colloto, donde nació. Ahora le han dicho que van a construir una senda que va a llegar hasta Colloto. Le parece una fantástica idea, mientras las piernas le respondan. A él siempre le encantó caminar. Negoció ceder su impresionante biblioteca al centro a cambio de poder organizar un pequeño servicio de préstamo del que el mismo se encargaría y el funcionario que fue a evaluar su colección de libros, echó las manos a la cabeza cuando vio el valor de lo que aquel hombre generoso cedía. Amador es feliz allí, pero insomne. Trabaja en la pequeña biblioteca. Ha organizado un taller de lectura y está pensando en ofrecerle su ayuda al terapeuta que imparte el taller de memoria. Ha colocado pastillas de "Heno de Pravia" en el armario entre sus ropas como hacia Lupe. Así la habitación conserva parte del familiar olor de casa, un olor al que no quiere renunciar.
Matilde tenía una librería en Salas. La crisis la obligó a cerrarla. La situación era insostenible. Aquel sueño estaba acabando con sus ahorros y con la herencia de sus padres, muertos años atrás en un accidente de tráfico. Así que cuando la llamaron de la bolsa de trabajo del ERA, no lo dudó ni un instante. Colgó el cartel de "Volveré, cuando pase esto" y se incorporó a su nuevo puesto de trabajo. Ha pedido el turno de noche, desde que perdió a sus padres es insomne.
Y en la residencia, la primera vez que se vieron, le recordó a Lupe. Pero no a la Lupe que Amador amó, no la Lupe esposa y mujer, sino la Lupe niña e inocente, la niña que nunca nació. Todo en ella era Lupe, su andar y su expresión, su pelo y su risa. "Está muy delgada" pensó. Amador conoció así a la hija que nunca tuvo y a la nieta que ya no tendrá: Matilde. Y Matilde encontró al abuelo que no conoció y al padre que perdió antes de tiempo: Amador.
Pasan juntos muchas horas. Ella hace su trabajo con rapidez y cuando tiene un momento, acude a la habitación de Amador. Leen poesía e intercambian libros, escuchan música sin perturbar el descanso de los compañeros de planta y algunas noches organizan veladas poéticas y recitales. Algunos de los ancianos vecinos se apuntan siempre. Damián que fue el relojero, Antonia que estuvo de monja, salió para cuidar a sus padres y no volvió más al convento, Manuel un carpintero experto en construir escaleras y Serena que lleva desde siempre escribiendo poesía y nunca hasta ahora se había atrevido a leerla en público. Forman una familia peculiar y han aprendido a quererse en poco tiempo.
A Matilde la ha llamado al despacho la directora del centro. Le ha dicho que sus compañeros se han quejado de la relación que ha establecido con los usuarios, con uno en concreto. "Con Amador me han dicho" Matilde se ha encogido de hombros y no ha contestado. "Ten cuidado Mati" le ha dicho insistiendo "aquí todo tiene fecha de caducidad y tú ya has sufrido mucho" Matilde se levantó de la silla y dirigiéndose a la puerta le contesto "Si sólo es eso, me vuelvo a mi tarea"
Y vuelve al trabajo que cumple con extremado mimo y exquisita delicadeza. Y en cuanto puede se escapa hasta la habitación de Amador donde entre metáforas y sinestesias, epítetos e imágenes oníricas, van haciendo rimas con sus vidas y escribiendo su historia juntos, unas veces en verso y otras en prosa.