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sábado, 27 de septiembre de 2014

Mi abuela Rosario



No conocí a mi abuela Rosario, la madre de mi padre. Murió cuando yo tenía ¿seis años? Sí, puede ser, seis años y medio. Se fue el 11 de agosto del año siguiente a que lo hiciera mi abuelo Ludivino, cuando las labores del verano en la aldea habían bajado el ritmo para coger otro, realmente nunca lo bajan del todo. Mientras la gente esperaba ansiosa la llegada de Alba, la fiesta de Salcedo, una de las más importantes de Quirós, mi hermano y yo esperábamos, jugando en la antojana, la muerte de mi abuela. Ella se decidió a partir una vez que la yerba estaba toda metida para interferir lo menos posible en el devenir diario y no dar quehacer a sus hijos, quizás pensó primero en el trabajo extra que estaba dando a sus hijas, tampoco era tan raro. Un velatorio de los de antes era una historia, hoy sería una aventura. Qué costumbres aquellas, tener dos días al difunto en la sala, en la cocina o en la habitación, en una casa de pueblo, pequeña y humilde en la mayoría de los casos, recibiendo a la gente en fila, primero, los siete hijas e hijos y los seis yernos y nueras, mi tía Domitila ya estaba viuda, los nietos y nietas. Dando café y bebiendo sol y sombra, atendiendo a la gente y rezando el rosario. Cómo han cambiado algunas cosas, quién iba a decirles a nuestros muertos que saldrían dos días antes de su casa camino del cementerio para estar metidos en una sala a buena temperatura de conservación, alejados con anticipación y precipitación de sus lugares íntimos y propios, en un previo a ser enterrados o, actualmente, incinerados. Compartiendo duelos en la cafetería del tanatorio por hijos y parejas, abuelos y amigos, vecinos y compañeros de trabajo. Todos los dolientes juntos sin relación ni concierto alguno. "Todos mecidos" Mezclados unos con otros.
Me acuerdo del velatorio de mi abuela, no sólo por lo que me hayan contado, sino por mi misma. Puedo decir que junto a una débil imagen que tiene que ver con mi abuelo, éstas son los memorias más antiguas que conservo. Y es que aquel día vi llorar a mi padre por primera vez. Aquel hombre, que pasados los cuarenta, lloraba sin consuelo por que perdía a su madre. Dicen que cuando esto ocurre, cuando perdemos a nuestros padres, se hacen patentes nuestra soledad en el mundo y nuestra finitud como personas. Estás solo, ya para siempre solo. De repente, los cimientos del edificio sobre los que has asentado tu vida empiezan a tambalearse. La certeza de que ellos están ahí se acaba bruscamente. Pierdes su voz y su olor, su consejo y su presencia, para siempre. Yo no puedo pensarlo, los tengo a los dos, no quiero hacerlo. Ya lo pensaré cuando se acerque el tiempo, sólo espero que la ausencia me encuentre preparada.
Volviendo a mi abuela, sé muy pocas cosas de ella. Prácticamente nada de su ser como madre, ni como esposa, y menos aún de su ser como persona. No son muy habladores los de esta familia, menos mal que yo en eso he salido a la de mi madre. Sin embargo, si pienso todo lo que he ido oyendo durante estas casi cuatro décadas reconozco que acumulo un puñado de recuerdos, meras anécdotas que me han ido contando. Nada que sea realmente importante. No fue a la boda de mis padres, cosa que a mi todavía hoy me resulta imposible de entender. Siempre han echado la culpa a los medios de transporte y a las malas vías de comunicación. Puede ser una buena excusa, se mareaba tremendamente (también lo hacían mis tías y no por ello dejaban de montarse en coche), pero a mi no me convencería que mi suegra no viniera a la boda (jajaja) Por eso mi padre llevo de madrina de boda a su sobrina Beatriz y en la foto donde están los novios con sus padres se puso mi tía Maruja, que por cierto, también se llamaba Beatriz (ya, ya sé lo que estáis pensando, "esta Bea, que quiere ser cebolla en todos los guisos se coló en la boda de sus padres al menos nominalmente" el caso es que cuando yo nací mis padres, nublados los sentidos por la emoción del primer hijo y como no me habían elegido nombre, me pusieron Beatriz porque no había ninguna en la familia, pero esa es otra historia pues tenemos tres Beatrices, tres Rosarios, dos Julios, dos Nicanores, dos Ludivinos, vamos un derroche de imaginación lo de la familia Álvarez Álvarez).
Sin embargo, si vino a conocerme cuando nací y me trajo una "pita" que mi madre recién parida colocó en la ventana de la cocina y se le cayó al patio de luces. Es un poco extraño priorizar el nacimiento de una nieta a la boda de un hijo, pero bueno ella sabría, a lo mejor quería compensar la ausencia en la boda. Sé también que tuvo una relación correcta con mi madre una chica de Oviedo de veintipocos años que se metía en la casa de una mujer que podía ser su abuela y que era su suegra. ¿Qué pensaría mi madre en una aldea asturiana a principios de los setenta sin agua, sin luz, sin baño, con la única posibilidad de llegar a pie o a caballo? Una sociedad que tenía una atmósfera totalmente diferente a la de ella y su familia. Un mundo de bacinillas y palanganas, de lecheras para ir a por agua a la fuente. Tuvo que ser un tremendo contraste, ¿un shock quizás? Enseguida le regaló mi madre dos nietos, una niño y un niña, mi hermano y yo, que vinimos a perturbar la paz de un gallinero en el que hacia tiempo que no había pitinos, "les pites de mi güela" vivían estresadas cada vez que nosotros aparecíamos y ese estrés postraumático traía cola.
La verdad es que no puedo contar muchas más cosas. No sé en qué creía, ni con qué soñaba. No se sí fue feliz, aunque creo que la vida no la trato mal del todo. Sí, sé que le gustaba el melocotón en almíbar, siempre tenía un bote sin abrir sobre el mueble en la despensa junto a la enorme masera que, en aquellos días, era imprescindible en todas las casas. La veo sentada en su silla de anea en la galería desde donde alcanzaba a ver los límites de lo que era su universo, un universo que se extinguía al tiempo que su salud y su vida, a punto de dar un giro de 180 grados, un mundo en marcha hacia adelante sin retorno. Hay otra escena en mi memoria, de Almodóvar total, que tiene que ver con ella, muy triste y a la vez muy divertida que prometo contar algún día, no hoy, no en esta entrada. La enfermedad de los ancianos y la inocencia de los niños tiene límites difusos. Los niños pueden convertir en juego situaciones que son verdaderamente dramáticas. Es una de las ventajas de la infancia.
Me entristece no tener historia con esta abuela como la tuve con la otra de la que podría escribir un libro. De esta abuela que desconozco tengo el físico, eso le dijo a mi madre la abuela de Feli en el mismo velatorio pero ¿qué hacía yo allí entre los adultos? Puede que simplemente observara guardando todo en algún rincón del desván de mi memoria o que mirara un cuento o los dibujos de un libro infantil. Puede que hiciera de rabiar a mi hermano escupiendo palabras que él desconocía o que simplemente estuviera allí para recoger el aliento de mi abuela y transformarlo en la mujer que soy ahora. Muchas veces pienso en ellos, en mis abuelos de Salcedo ¿qué pensarían de mi? ¿y de nosotros? ¿nos reconocerían? ¿Reconocerían algo más que la silueta de sus montes o los colores de este otoño prematuro, de estas montañas que son mi herencia más valiosa?



3 comentarios:

  1. Tienes que escribir, Bea, escribir más, más en serio que en un blog, tienes un don para contar las cosas. Si de esta abuela que no conociste puedes contar tantas cosas, ¿qué no contarías de la historia de los que conoces?

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  2. Cuando tenga una historia lo haré, y te aseguro que tú estarás entre las personas que lean las primeras páginas: tú y mi profesor de Historia que también está esperando que dé el salto. Un beso Gemma

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