Vistas de página en total

miércoles, 28 de mayo de 2014

Mendicante de amor.

Se levantó y fue a la cocina, encendió un cigarrillo. Ha vuelto a fumar, tras mucho tiempo sin hacerlo. Doce años, para ser exactos, los mismos que hace que firmó la hipoteca de su piso. Aquel malestar físico constante que no sabía a qué achacar, aquella ansiedad, la habían arrojado de nuevo a la condena del tabaco. Sabía que aquello no podía continuar. Había cerrado la puerta y tirado la llave. Lo había hecho de verdad, una llave real de una puerta imaginaria, la de su corazón. En una especie de aquelarre con Lola de testigo, un atardecer de marzo, había arrojado la llave al mar en la playa España. Y si lo hubiera sabido la habría tirado dentro de un bloque de cemento para asegurarse de que no podía volver a salir a la superficie.
Había decidido que aquello no era para ella. Estaba en una historia inapropiada, inadecuada, desigual. No tenían nada en común, únicamente el deseo de la piel del otro. El ansia de estar junto al otro, de respirar el mismo aire, de compartir el mismo espacio. Sus manos y su piel, sus ojos y su voz, su olor y su sabor. Cada poro de su piel y cada gota de sudor, cada oquedad de su cuerpo, cada lunar y cada pliegue. Querían compartirlo todo. Reconocerse uno en otro. Se deseaban, se necesitaban. Ambos por igual. Había empezado con un juego. Se les había ido de las manos, por lo menos a ella. Gestionaban de forma diferente aquella lucha y aquel deseo, aquel placer y aquel hambre. Eran un yo en busca de un tú. Eran un me quiero en busca de un te quiero. Ella sufría, él disfrutaba. Aquello no iba a ninguna parte, sólo a padecer por no poder estar el uno con el otro y el uno en el otro, volcándose y entregándose, dándose y recibiéndose, por no poder ir más allá. Ella no quería eso y decidió parar. Llevaba meses lamiendo sus heridas. Reconstruyendo de nuevo su cotidianeidad. Siendo feliz a su manera. Creyendo que había diseñado una táctica infalible. Nada de palabras, nada de deseo, nada de sentimientos. No ceder ni un milímetro a la tentación. Ni un resquicio de espacio en las ventanas, ni en las puertas, ni una rendija, ¡qué no entre la luz! "Dale la espalda y ganarás la batalla" Se había dicho. "No le prestes atención, ignóralo" pero nada. Él volvía, una y otra vez, a picar a su puerta y cada vez que lo hacía la desarmaba con palabras y educación, con cortesía y respeto. En una especie de cortejo conseguía abrir una grieta en su muro de indiferencia y penetrar por ella. Es un hombre correcto y divertido, conversador y que la hace reír. Su lengua tiene magia y la cautiva. Ella no puede negar la evidencia, querría hacerlo, pero no lo consigue. El llega y se las arregla, una y otra vez, para desvestirla con palabras, para desnudarla con susurros. Consigue destapar su sensualidad con una sola mirada. La hace sentir con el pensamiento. No necesita nada y ella se deshace, se derrite, se derrama. Ha conseguido romper el hielo en el que estaba instalada. Están conectados y lo saben. Lo saben los dos. Es su secreto.
¿Cómo puede alguien secuestrar tu sentido común y conseguir perturbar tu ánimo de forma insospechada?
¿Cómo puede alguien colarse en tu vida y montar su tienda en un lugar que creías inhóspito y deshabitado, vacío e inhabitable? ¿Cómo se puede ocupar tu corazón desapacible y desolado, libre y solitario? ¿Cómo puede hacerse si tu no quieres? ¿Por qué te engañas si es lo que quieres?
¿Cómo puede alguien derribar murallas, vencerte, una tras otra, en todas las batallas, hacer una cruzada para conquistarte, hacerte prisionera del deseo de sus labios, que te sientas mujer sin necesidad de tocarte?
¿Cómo puede alguien, que apenas te conoce, hacerte perder la cabeza, hacer temblar tus cimientos, hacerte dudar de tus decisiones, tambalear tus convicciones, conmover tu alma y perturbar tu espíritu?
¿Cómo puede alguien ejercer ese poder sobre ti sin pretenderlo?
Está muerta de miedo. Está descolocada. El deseo es una fuerza misteriosa. Tiene miedo a no poder controlarlo, tiene miedo a dejarse arrastrar, a perder su libertad, a volverse loca. El deseo es más fuerte que ella.
Al salir de la cocina se fijó en el cactus. Un pequeño cactus que le regaló su amiga Jacque hace diez años. Se fijó bien. Le están saliendo flores. Todo este tiempo sin dar fruto y ahora, tras tantas ganas de tirarlo a la basura, la paciencia y perseverancia, la confianza y esperanza han dado sus resultados. Piensa para sí que su vida, a pesar de todo, también florece. Se sintió afortunada también por los momentos en que fue amada y deseada. Se arregló y, a pesar del mal tiempo, se subió a unos tacones. Salió a disfrutar de la lluvia y, llegado el caso, a comerse el mundo. Cerró la puerta y dejó tras de sí el miedo.

martes, 27 de mayo de 2014

Lo que te contaría de "Ida" de Pawel Pawlikowsi

Fuí a Gijón a ver Ida de Pawel Pawlikowsi. Y me ha encantado. Salí del cine en shock a pesar de la tarde que hacía (me quedé con ganas de caminar por el muro pensando en la historia tan dura que me habían contado y en la manera tan guapa en que lo habían hecho), porque el desenlace para una de las protagonistas me resulto un poco fuerte. Hay una escena en concreto delante de una fosa, un gesto de Wanda y una pregunta de Ida (las protagonistas), de ésas que te ponen un vacío en la boca del estómago y que te hacen entender que la vida de uno depende de un instante, de una decisión propia o ajena, acertada o no. No dejéis de verla.  Es una de esas joyas, metraje breve, apenas 80 minutos, en blanco y negro, que pasan desapercibidas para la mayoría de los espectadores por culpa de una deficiente distribución y, para que negarlo, debido también a que se salen de lo puramente comercial, pero estas pelis también hay que ofrecerlas porque satisfacen la curiosidad y la necesidad de personas a las que como yo les gustan las cosas diferentes. Ya sabéis que soy un poco rara, qué le voy a hacer. Más rara que sería si no fuera por el mundo encorsetado en el que vivo. A mi me gusta andar descalza por la yerba y cuando lo cuento o me ven así, descalza, la gente cuanto menos se sorprenden. Soy, apasionada y arrebatada en todo, o en casi todo. Hace poco me dijeron que yo era siempre yo misma, en todo lo que hago y digo, menudo piropo, ¡qué poco me conocen! Lo que si es verdad es que intento poner lo mejor de mí en cada cosa, en cada abrazo, en cada beso, incluso en las cosas que hago mal y en las que estoy equivocada, en los abrazos que no doy y en los besos que se quedan en el camino.
Volviendo a Ida. Había visto el tráiler y me había parecido interesante, pero si no es por un cinéfilo amigo que me provocó y me llevó de la mano hasta los Cines Centro (decididamente "Gijón es más") reconozco que se me habría escapado a salvo de un posterior rescate en dvd, si llegado el caso, Ovidio Parades le dedicase una entrada en su blog. Y allí estaba yo sentada, viajando al pasado, en una butacas de los cines de antes, incómoda, con una decoración ochentera y escuchando a Bruce en el hilo musical. De repente, me vi en una de las antiguas salas de Valentín Masip, donde también vi películas fuera del circuito comercial, donde también fui un bicho raro en busca de tesoros. El mismo olor, la misma decoración, los mismos asientos, incluso la misma publicidad y la salida al finalizar la sesión por debajo de la pantalla (Modo nostalgia on)
Fuera de que Ida es la "película de la monja" porque es lo primero que vemos: una novicia limpiando una imagen en un convento gris durante un frío invierno, el director nos regala dos personajes de mujer espléndidos. Ida es una joven novicia a punto de hacer los votos a la que su superiora envía a conocer a su tía que es el único miembro vivo de su familia. Durante el encuentro con ella descubrirá cuál es su pasado. Juntas inician un viaje en coche en busca de enfrentarse a ese pasado y a ellas mismas. Ida deberá de conocer lo que el mundo le ofrece fuera de los muros del convento y Wanda deberá de enfrentarse a si misma y a su tremendo dolor que le conduce de cabeza al abismo. 
Con un casting fantástico: una madura, Wanda, interpretada por Agata Kulesza y una joven Ida, interpretada por Agata Trezebuchowska, que están soberbias de guapas. Una Ida contenida, una Wanda desbordante. Los primeros planos de ellas sostienen la película, de hecho, no harían falta escenarios. Ellas dos y los diálogos tejiendo la historia personal y familiar de ambas. Las dos Agatas, en mi opinión, bordan dos papeles de mujer de ésos por los que muchas actices matarían. 
Tres temas principales: uno inagotable, la 2ª guerra mundial y sus consecuencias, Polonia durante la posguerra, lo vivido por el pueblo judío, también por los judíos que se salvaron de los campos de exterminio, el miedo y el destino en manos de otros con más miedo incluso que nosotros. El semillero de vocaciones religiosas, reales o no, que en la década de los 50 y los 60 ofrecieron la miseria y la orfandad. Uno universal, la culpa. No se sabe muy bien cuál es el motivo que esconde la tía detrás de esa vida de excesos e imprudencia, de alcohol y de sexo de una noche, qué intenta ocultar, cuál es la razón de su soledad y su brutal complejo de culpa. Una mujer del partido, dura y cruel, impartiendo justicia con mano firme y sin compasión. Brusca hasta para comer un panecillo. Sin embargo, es el nexo de Ida con el mundo exterior, la llave a lo desconocido, a lo que se le ofrece para cogerlo, a lo que está dispuesta a renunciar. Un pasado desconocido que se revela, un presente que las conmueve y las perturba de distinta manera y un futuro ¿en paz?, un futuro diferente para cada una de ellas; y un tema intemporal, el despertar a la vida.
Y es que Ida se enfrenta a la vida. La vida en forma de belleza, de carnalidad, de música, de su melena pelirroja, que se ve aun sin color en contraste con su piel tan blanca, inmaculada, virginal, de zapatos de tacón. Se enfrenta a todo aquello a lo que va a renunciar una vez que dé el paso para el que se prepara.
La música y la fotografía, el invierno y el frío, los árboles del bosque y los baches de la carretera, las manos escarbando en la tierra y los pies de puntillas aprendiendo a bailar. Todo está cuidado y orquestado para que esta película no nos deje indiferentes. Lo dicho, no dejéis de verla.
 

domingo, 18 de mayo de 2014

Regalo de cumpleaños.

Tiene un sueño recurrente. Dos niñas, próximas a la edad de dejar de serlo, se acercan a un lago. Hace mucho calor. Una propone bañarse y lo hace, la otra dice que no se mete. Tiene miedo, se queda en la orilla guardando la ropa. La que se ha bañado sale y se sienta a descansar junto a la que no se ha metido en el agua y le dice: “Oye, tienes que atreverte, prométeme que la próxima vez lo harás” Ella la mira y le dice: “Sí, tranquila.” Y sigue mirando al infinito, más allá de donde se acaba el lago. Una es fuerte y decidida, la otra simplemente lo parece. De repente, el sueño se acaba y vuelve la realidad.
Llevan juntas muchos años, por fortuna demasiados. Años que delatan que se están haciendo mayores. Un día el destino quiso que estuvieran juntas en el mismo punto del camino, en el instituto, en uno cualquiera. Eran unas niñas. No sabían nada de la vida. Allí empezaron a vivirla.
Pronto el mundo creció para ellas, extendiéndose a su alrededor y moviendo las fronteras. Se acabaron los juegos, empezó la experiencia. Se abrió su horizonte y junto a los nuevos límites, crecieron sus sueños. Llegaron los hombres a sus vidas, los malos y los buenos. Aterrizaron en su planeta al mismo tiempo: primeros besos, primeros abrazos, primeros desengaños. Vivieron amores imposibles, amores sin principio, ni final, amores terrenales y celestiales. Historias sin pies ni cabeza, historias con final feliz. Ambas en lo mismo, transitando por sendas semejantes, los mismos argumentos, distintos desenlaces. Y entre la Escuela de Magisterio y la Facultad de Derecho abandonaron definitivamente el nido y aprendieron a volar solas. Nuevos caminos y nuevas amigas que en lugar de empequeñecer su amistad la fortalecieron. Fue época de cafés en el Dólar, en el Rialto, en Logos, la calle San Francisco y la Plaza del Riego, lugares comunes. Fue un tiempo de encuentros y desencuentros, pero entre ellas nunca nada perturbó su hermandad. Tantas horas juntas a la salida de la biblioteca, esperándose en el patio del Edificio Histórico de la Universidad donde una de ellas tenía una beca, mientras la otra decidía qué clases podía fumarse. Una era serenidad, la otra energía. Una fue consuelo, la otra fue alma en pena. Una se empeñó en que no era justo dejar cosas en el aire, la otra quería esconderse y desaparecer. Había que dejar que las heridas cerrarán y ambas lo sabían. Y vinieron mil tardes de mistela y Secretos en el Cuentu cuando el tiempo transcurría cadencioso y ellas lo que querían era velocidad. Nada hacía presagiar que pronto añorarían aquel espacio, aquella música y aquella forma lenta de pasar las horas. Aquellas cuatro paredes donde vivían al ritmo del garaje. Todavía lo echan de menos, como echan de menos los días sin problemas, sin hipotecas, sin responsabilidades, sin enfermedades dejándose llevar y haciendo planes
En setiembre hará 30 años de aquel encuentro y todo este tiempo han estado ahí, una al lado de la otra, creciendo y madurando, esquivando los avatares de la vida y metiéndose en los charcos, cumpliendo años y envejeciendo. La vida se ha portado bien con ellas, relativamente bien como se porta siempre.
Hay mujeres que son guapas por dentro y por fuera. Hay mujeres que bajo una apariencia de fragilidad esconden grandeza y fortaleza. La fortaleza suficiente para seguir luchando cuando lo fácil es tirar la toalla y rendirse y lo difícil es afrontar lo incierto del futuro. Una grandeza que se plasma en decisiones arriesgadas como tener una hija sabiendo lo que esto suponía para su lastimada salud, sabiendo que merecía la pena. Hay apuestas que se ganan porque lo más importante no es apostar sino creer que vas a ser ganadora. Hay mujeres que asumen retos cuando el reto más grande es vivir. Hay mujeres que toman las riendas de su vida porque saben que son las auténticas protagonistas de la misma, que conducen con mano firme aunque la carretera sea sinuosa y esté llena de curvas. Mujeres que se caen y se levantan, una y otra vez, todas las que haga falta, porque la vida es caerse y levantarse. Todas ellas y alguna más son Katia, la dulce Katia. Cada año recibo emocionada el regalo de su amistad, su presencia callada y silenciosa, su elegancia, su forma de estar y de ser, su mirada limpia que ve siempre más allá de lo que yo quiero que vea, más allá incluso de lo que yo misma veo, porque lo que no sabe, lo adivina o lo intuye, aunque a veces su cuerpo no le dé tregua para adivinanzas. Mi regalo es ella.
Hoy quiero darle yo mi amistad incondicional. Quiero darme, llena de defectos y virtudes que ella conoce y ¿acepta? bueno, mejor que entiende. Qué suerte que hemos tenido. Qué suerte estar rodeada de gente con esta calidad. Qué suerte habernos encontrado en el camino. Qué suerte formar parte la una de la tela de araña de la otra.
Lo que quiero escribir hoy 19 de mayo de 2014 y compartir con todos, es que cada una de mis amigas es especial. En mi colección particular y exclusiva las tengo a todas: la inocente y la coqueta, la lunática y la terrenal, la luchadora y la vencida, la que se quedó y las que se fueron,  a las que no desdibuja el tiempo a pesar de los años y siguen en mi aunque no junto a mi. En realidad cada una es todas a la vez. Hoy es el cumpleaños de una sola (y su aniversario de boda, siete años ya de aquel día precioso, familiar e íntimo, en el que celebrábamos también la futura venida del bendito fruto de su vientre, Daniela) y quiero decirle que estoy muy feliz de haber estado, de estar y de seguir estando presentes la una en la vida de la otra, compartiendo viaje. Este, el viaje que es nuestra vida y que es la aventura más emocionante que tenemos. Quiero que sigas aquí en mi balsa de náufraga, tendiendo puentes que yo me encargo de echar abajo, intentando arreglar lo que yo desarreglo, poniendo luz u oscuridad, según vayamos necesitando. Hace treinta años coincidimos en una clase despertando a la vida y hoy espero que continuemos juntas durante el resto del camino que nos queda. Si me caigo necesitaré tu mano para seguir. Y que no olvides que como dijo Benedetti tú también sepas que puedes contar conmigo. Apostaría a que esto nuestro será para siempre.

lunes, 12 de mayo de 2014

"Los huesos del invierno" de Daniel Woodrell

Muchos habréis oído hablar de los llamados "seis grados de separación" Se trata de una teoría que intenta probar que todos estamos conectados por una cadena de conocidos que no tiene más de cinco intermediarios. Yo creo totalmente en ella. Creo en esto, pero también en las casualidades, en el destino, en que las cosas pasan por algo y en que lo hacen cuando tienen que pasar. La verdad es que en una ciudad tan pequeña como la nuestra tampoco es tan raro.  La teoría empieza a sorprender cuando en medio de la cadena aparece un premio Planeta de reconocido prestigio, entonces parece que la cosa tiene más peso. Mi profesor de Historia, Pedro Fernández, me invitó a un café literario donde conocí a Chelo Veiga, Chelo anunció aquel día que Lorenzo Silva iba a venir a nuestra ciudad para participar en un acto en el Auditorio, junto a él Abraham Agüera, escritor novel y local, que fue el que me llevo a encontrarme con Francisco Piquero y su grupo. Aquí está la teoría, cinco personas, seis conmigo. Podría haber llegado al mismo sitio desde otro punto de partida, pero llegué por éste. El nexo común: los autores, el amor por las palabras escritas y un género, el de la novela negra, me condujeron de cabeza al club de lectura que sobre novela negra se celebra en la Biblioteca del centro social del Cortijo en la Corredoria de Oviedo, un lugar público y plural, donde un grupo heterogéneo y muy majo de gente (y, bastante numeroso para lo que se ve por ahí) se reúnen para conversar y exponer, discutir y entusiasmarse. Conmigo, humilde diletante y sin temor a equivocarme, lo que van a hacer es enseñarme. Yo por mi parte prometo ser disciplinada y diligente alumna.
Y allá que empecé la aventura cuyo primer capítulo se desarrolló en dos actos. Primero la lectura de la deliciosa novela, vaya por delante, propuesta en la primera sesión entre otras muchas igual de apetecibles, "Los huesos de invierno" y después en otra reunión posterior, celebrada este viernes, el visionado de la película del mismo título.
"Los huesos del invierno"de Daniel Woodrell es de esas novelas que hacen nacer en ti la urgente necesidad de compartirlas. Novelas que despiertan sensaciones e impresiones que sólo algunos autores, argumentos o protagonistas son capaces de remover. Novelas que te ponen en el disparadero de la escritura.  Es increíble e inexplicable, simplemente lo necesitas.  Es lo que ocurre con esta obra que abre una etapa nueva en mi vida como lectora del género negro. Obra que te hace enamorarte de una heroína, de una atmósfera y de un género.
Ree Dolly es la protagonista de una historia dura, muy dura, con un final tremendo, brutal diría, pero con un buen final. Es una historia redonda, donde la miseria y el hambre, el frío y el invierno, la crueldad, encarnada en este caso por las mujeres, y valores mal entendidos como la lealtad a la familia convierten el texto en una lectura imprescindible.
El principio es sencillo, un día Ree, una  adolescente ocupada en cuidar y dar de comer a una madre enferma y dos hermanos pequeños, Harold y Sonny, recibe la visita del sheriff del lugar. Jessup, su padre, delincuente habitual, cocinero de meta-anfetamina, debe presentarse ante el tribunal de su libertad condicional, parece que ha desaparecido y todo hace presagiar que no se presentara. El sheriff comunica a Ree que su padre ha puesto la casa y las tierras como aval de la fianza. Si no se presenta lo perderán todo. Ree tiene apenas treinta días para encontrar a su padre, vivo o muerto. Y comienza una carrera a contrarreloj para solucionar el lío en el que está metida, una carrera en la que aparcará sus planes de futuro, sabedora de que la ausencia definitiva de su padre la condena a permanecer allí para siempre, pero sin casa ni tierras. Inicia una búsqueda en la que mantener el equilibrio será complicado y dónde el invierno y las distancias, las traviesas del tren y las furgonetas, el bosque y las ardillas serán elementos del paisaje y de la trama. Contará con la ayuda de su tío Lágrimas.
¿Existe la miseria absoluta? Si, existe, en el libro los niños a los que el autor define como "ciclones de carencia y necesidad" pasan frío y hambre y así lo sentimos. Pero junto a la miseria material se sitúa también la espiritual que recibe su principal sustento de la maldad y la violencia.
¿Puede una adolescente salvar a su familia? Si, puede, Ree que es la persona con criterio de la familia, toma las riendas y decide que encontrará a su padre y solucionará el problema. 
¿Se puede mantener la inocencia en medio del caos familiar más absoluto? No, no se puede. Ree paga un alto precio, el precio de una infancia robada, de tragarse el miedo para enfrentar la realidad, de la necesidad de crecer para poder sobrevivir, de no bajar la guardia en ningún momento. Sólo en algunos momentos cuando está con su amiga, madre adolescente o cuando se refugia en "sonidos agradables" parece recuperar su edad.
¿Puede la locura ser la tabla de salvación de una madre para escapar de la miserable realidad que vive? Si, puede. La madre de Ree que ha sido joven y guapa, atractiva y apetecible se deja arrastrar de cabeza por el túnel negro y sin salida que es, en la mayoría de las veces, la demencia.
Respecto a la película del mismo título y dirigida en 2010 por Debra Granik, viene avalada por su éxito y reconocimiento en el Festival de Sundance y por cuatro candidaturas a los Oscars entre ellos la de mejor actriz y mejor película. La película no es el libro (como casi siempre pasa) pero incorpora algunos detalles dignos de mención y te deja el mismo estremecimiento y la misma desazón. Sin embargo, en esta historia la angustia que el final provoca en nosotros no necesita ser traducida a imágenes, bastan las palabras.
El guión convierte a los hermanos de Ree en niño y niña y así explica, sin hacerlo realmente, porque Milton el Rubio, uno de los personajes secundarios, se ofrece para acoger al niño, pero no a la niña en el caso de que se queden en la calle. También se prescinde del invierno, de los pasajes totalmente hermosos en los que los copos de nieve cubren el pelo de Ree, convirtiéndose en escarcha, mientras espera las respuestas que le niegan. Las descripciones de la nieve y del frío son una de las cosas más bonitas de la novela. Para mi el autor usa la sensación invernal para establecer un paralelismo con la vida de la chica.  El invierno que azota a Ree y a su familia como les azotan las circunstancias que les rodean. La luz y el frío del invierno, la nieve y la soledad de los campos, el corazón helado de Ree que no sabe que va a pasar de ahora en adelante.
Dos últimos apuntes, la película deja ver a los niños comportándose como tales: juegan con caballos, saltan en la cama elástica, se esconden entre los fardos de hierba. Sin embargo en el libro los niños parecen llamados a seguir la estela de crimen y marginalidad de la familia. Y la escena en la que ella hace una entrevista para entrar en el ejército, creyendo que así podría solucionar los problemas de la familia. El soldado que la entrevista cuando escucha cuál es su situación, habla como si se tratará de la voz de su conciencia y le dice que quizás lo más valiente sea apretar los dientes y quedarse junto a los que la necesitan. En mi opinión, es una escena y un diálogo muy bien traídos.
Lo mejor, sin duda, ver a la dura Ree Dolly interpretada por la elegante y exquisita Jennifer Lawrence que pone de manifiesto la calidad de la actriz, no en vano a su edad ya tiene un Oscar. Jennifer Lawrence, de la que me declaró admiradora, está llamada a ser una de las grandes dentro del firmamento de las estrellas, de hecho ya brilla por si sola. Ser capaz de representar y dar credibilidad a un papel tan crudo como éste sólo ratifica mi opinión.
A pesar de lo crudo de la historia, el autor escribe una novela llena de lirismo, sobre todo en los pasajes en los que describe con tremenda delicadeza al crudo y duro invierno. Os la recomiendo. Buen principio.

jueves, 1 de mayo de 2014

Las madres de los que se fueron.



Este fin de semana se celebra el día de la Madre, mi felicitación para todas ellas, en especial para la mía. No entiendo la vida sin ella aunque seamos tan distintas, “tan iguales” como dice mi padre. Quiero recordar a aquellas que hoy no pueden celebrarlo como les gustaría porque han dejado a alguno de sus hijos por el camino. Un recuerdo especial a cada una de ellas y un abrazo fuerte, aquel que ya no pueden darles los sus neños. Muchos de nosotros estamos aquí, pero nos comportamos como si no estuviéramos… dejo ahí esa reflexión, igual nuestro mejor regalo sea el propósito de la enmienda.
  
¿A dónde van los hijos cuando mueren, padre,
los secos golpes del azar,
el último fragmento de la dicha?”

Juan Ignacio González “En la casa del padre” del Cuaderno de la ceniza.

deshijado, da. Adj. Ant. Dicho de una persona: Que ha sido privada de los hijos.
deshijar. (De des- e hijo). Tr. Can. y Am. Quitar los chupones a las plantas. 2. Arg. desahijar (apartar las crías)
Llevo varias semanas dando vueltas a esta entrada que estaba pergeñada tiempo antes de que la oscuridad cubriera por un momento nuestra realidad más cercana. La actualidad manda, la tenía escrita, pero la aparque pensando en una madre que abrumada y en shock apretaba entre sus manos un pañuelo blanco, suplicando que el trago que estaba pasando no se hubiera producido nunca. El caso es que en el último año he pasado por varias pérdidas de gente joven, algunos muy jóvenes, a los que sus padres han velado y sobrevivido. Y me han impresionado sobre todo sus madres. Madres que han perdido a hijos de enfermedad o de accidente. Hijos que han sido robados por la muerte, arrebatados para siempre de los brazos amorosos de sus madres. Una en concreto me decía en el tanatorio que por qué no sería ella la que se hubiera ido, ella que tenía todo el camino andado y no su hija a la que quedaba tanto por vivir. Nunca dejaré de pensar que esa madre estuvo en los dos instantes más importantes de la vida de su hija: el nacimiento y la muerte, y que ella que obró el milagro de la vida en su hija se convirtió en testigo de su muerte en apenas un momento, en un quiebro del destino de forma abrupta, estando ambas juntas y solas. Y otra que cuando llama a su hija pequeña  se confunde de nombre y utiliza el de la mayor, cuarenta años después de que ésta falleciera.
Y pensando me he pasado días intentando encontrar el término que defina el estado de aquellos que pierden a un hijo, sobreviviéndole. Para referirse a ellos se recoge como alternativa y en sentido poético la expresión “huérfanos de hijos”. Puedo afirmar que no existe un término exclusivo. No hay palabra en nuestro idioma para nombrar a estos padres. Navegando en la red, comentando con gente que habita entre palabras, preguntando en algunos blogs... Apenas he encontrado la palabra “deshijado” que es una palabra antigua y me atrevería a decir en desuso. Yo nunca la había escuchado, ni visto escrita. De todas maneras este término no me valdría pues define el diccionario como “aquel que se ha visto privado de los hijos” no lleva implícito el carácter permanente y definitivo de la privación, no significa que necesariamente a los hijos se los haya quitado la muerte. Según esto yo soy deshijada, no tengo hijos, he sido privada de ellos por el destino (por decir algo). Los padres que no pueden tenerlos por infertilidad también son privados de ellos, incluso hay algunos otros deshijados por la maldad de sus parejas que se los arrebatan o por la maldad propia. Así habría muchos deshijados que no necesariamente habrían perdido a un hijo para siempre.
Todo el mundo coincide en que referirse a la pérdida de un hijo es algo tabú y contra natura y por eso no existe la palabra en castellano que, sin embargo en otras lenguas como el Griego y el Hebreo si existe. "El castellano no tiene una expresión para definir a un padre o a una madre sin hijos, por eso se utiliza un circunloquio. En griego, existe el adjetivo χαροκαμμένος (charokaménos) que literalmente significa ‘consumido por la muerte’ por Χάρος (cháros), la personificación de la muerte en la tradición moderna griega. Esta voz se emplea para llamar a los padres cuyo hijo ha muerto y se entiende como padres desconsolados. También se puede usar para referirse exclusivamente a la madre: χαροκαμμένη μάννα (charokaméni mána), o para el padre: χαροκαμμένος πατέρας (charokaménos patéras).
En Hebreo se les llama horim shakulim, literalmente ‘padres afligidos’; esta expresión se suele traducir como ‘padres de hijo fallecido’. En esta misma lengua también existe una forma para llamar a la madre cuyo hijo ha muerto: em shakula, al padre: av shakul, y a la familia que se encuentra en esta situación: mishpakha shakula. En árabe existen las formas thakla para la madre y thakil para el padre, que también se pueden entender como ‘desconsolado’. En tagalo de Filipinas existe la expresión Nawalan ng anak." (aportación literal del padre Tino Bada)
Pienso en esto mientras viene hacia a mi la desesperación que refleja la andrógina figura que llena "El grito" de Munch, esa expresión de desazón y de angustia infinita. Ciertamente los padres nunca deberían sobrevivir a los hijos al menos a la luz de las leyes que rigen la naturaleza, lástima que esto no siempre ocurra así.
De hecho los padres que pierden a un hijo, pierden algo de si mismos. Dejan de ser aquellos padres para convertirse en estos padres. Se transforman en otras personas, vencidas o no por la pena, derrotadas o no para siempre. La mayoría de ellos, padres de otros hijos presentan dos caras, la cara A de “seguimos en la lucha”, en el día a día, encontrando la excusa perfecta en esos otros hijos, y la cara B guardando o no, bajo siete llaves toda la pena que sólo sacarán con suerte cuando estén solos. La pareja, los dos juntos o el padre y la madre cada uno por su lado, en la soledad de su cuarto, llorando al hijo perdido, rotos su alma y su corazón para siempre, temiendo despertar la pena silente de sus otros hijos, hijos que por su parte sufren la ausencia de su hermano desde su propio dolor. Pienso en la risa de una madre que nunca volverá a ser la misma, preguntándose cuando sin quererlo y de repente, se deje llevar por la dicha que qué está haciendo, con qué derecho se ríe, si su hijo ya no está. Enmudecida para siempre.
Y todo esto se me ocurre a la luz de un aniversario que se cumplió en marzo y estando muy cercano el de otra persona muy querida. La muerte de un amigo que murió un marzo de hace ya un montón de años, puede que trece, a la vuelta de un Puente de San José. Se lo llevaron la carretera y la niebla, maldita combinación, de una forma absurda, sin tregua, como siempre pasa. Recuerdo perfectamente el día. Incluso había escuchado el accidente por la radio. Jamás lo hubiera relacionado conmigo, ni con los míos. No pensé que podía haber ningún conocido implicado. Mientras estaba tomando medidas para las cortinas de mi recién estrenada casa, la noticia de que Rafa había muerto se extendió como la pólvora por las calles del barrio donde habíamos crecido juntos. Este chaval, que era un chaval, fue sobre todo AMIGO, primero mío y luego de mi hermano. Recuerdo cuando nos encontrábamos en el alto de Pumarín, los días de primavera, cuando el sol ya calentaba, a mediodía, viniendo ellos de Instituto Alfonso II y nosotras del nuestro.
Rafa tenía algo que le hacía especial, su sentido del humor, su afición por el Betis, sus dientes mellados, su nariz difícil que le aportaba personalidad a su rostro, su forma de caminar un poco indolente, su jersey azul marino de rayas verde. Yo a Rafa le quise mucho, pero le quise más cuando demostró lo incondicional que podía llegar a ser. Hoy su recuerdo todavía me llena de emoción. Creo que las lágrimas por la gente que quieres o quisiste una vez, nunca se acaban, van a un pozo de arena de playa que se seca, se seca y nunca se llena por mucho que te empeñes en llenarlo con tu llanto. Y pienso lo que me gustaría verle ahora pasado de kilos o no, calvo o no, casado o no, con hijos o sin ellos, pero vivo y junto a nosotros. Bromeando como era él, cariñoso, un poco gruñón, cruzando la calle con las manos en los bolsillos. Si volviera por un momento ¿nos reconocería? ¿reconocería a los hijos de sus amigos algunos de ellos exactamente iguales que sus padres? Rafa será eternamente joven para desgracia de su madre.
El se llevó algo de cada uno de nosotros, como se llevan todos los que nos dejan. Puede que en su equipaje se fueran los restos de la inocencia que aun conservábamos aquellos que recién cambiado de siglo y de milenio todavía creíamos que el tiempo podía pararse o al menos ralentizarse y que no corría en contra nuestra. 
Escribe Trapiello en su obra "La manía" que uno se puede sentir al mismo tiempo como un huérfano y como la madre que ha perdido un hijo. Yo creo que ni es posible, ni comparable. Nunca he visto a un hijo querer cambiarse por su progenitor muerto, aunque esa muerte marque su vida para siempre, sin embargo, estoy segura que cada padre, que cada madre se cambiaría por ese hijo querido que ahora se ha ido para no volver.

P.D.: Agradecimiento a Constantino Bada profesor de Sagrada Escritura que me ayudo a confirmar la información que acerca de otras lenguas encontré trasteando en Internet y a Gemma Torres que me apuntó la referencia a Andrés Trapiello.